Corrientes, martes 02 de diciembre de 2025
MOMARANDU: En la publicidad que se hace de la obra se dice que la inspiración “nos desencuentra”, ¿en qué sentido?
SANTIAGO KOVADLOFF: En el espectáculo yo digo un poema que integra mi último libro, ‘Hecho de cosas pequeñas’, que se llama ‘Inspiración’; el espectáculo, además, se llama ‘Inspiraciones’...y ¿por qué?...nosotros, yo creo que compartimos -con los demás artistas, con la directora, con todo el equipo- la convicción de que la inspiración es un momento en el cual la percepción común se resquebraja, se agrieta. ¿Qué es la percepción común? Es el congelamiento de la realidad en un repertorio de significados constantes; de pronto, esos significados constantes que cubren la realidad con un barniz de sentido habitual, se rompen por obra de un milagro extraordinario, es una percepción inédita de las cosas. En el arte, las cosas no irrumpen como cosas nuevas, irrumpe una mirada nueva de las cosas de siempre. Entonces, ¿qué es la inspiración?, es este trastocamiento de lo habitual en inédito, de lo ordinario en extraordinario, de lo usual en inusual. El efecto que una realidad determinada pueda tener sobre nuestra sensibilidad hace que esa sensibilidad se renueve y se ponga a resguardo de lo convencional, al resguardo de lo que podríamos llamar la costumbre. La inspiración nos desencuentra porque nos lleva a un mundo de percepciones que normalmente no tenemos.
M.: En este mundo difícil en el que vivimos, ¿cuántas veces lo habita la inspiración o cuántas se deja habitar por ella?
S.K.: Nadie puede promover la irrupción de la inspiración, pero todo artista vive esperándola y suplicando que vuelva a aparecer. Yo vivo armado...es decir, llevo conmigo un cuaderno y una lapicera todo el día, como quien ingresa a un templo esperando que Dios le hable. La inspiración no es todo en arte, es el primer paso, es esa insinuación que pide luego trabajo, dedicación, tratar de entender lo que el oráculo ha dicho, tratar de convertirlo en una enunciación que a los demás los convoque a frecuentar esas palabras como si fueran propias. Nadie sabe cuándo vendrá, nadie sabe cuándo volverá, pero todos vivimos esperándola y agradeciendo su presencia.
M.: ¿Y la música? ¿Qué papel juega en usted?
S.K.: Para un poeta la música es esa dimensión de lo imponderable que las palabras no alcanzan, sin embargo, las complementa. La música complementa la tarea del poeta; ensancha esa tarea, la amplía y la fortalece. Para mí, trabajar con músicos es desde hace 20 años, simultáneamente, una alegría, un consuelo, una compensación y un privilegio. En el caso de ‘Inspiraciones’ yo la convoqué a Valeria porque quería poner en juego el cuerpo, la luz, el movimiento; ella interpretó muy bien mi deseo, yo ya lo había convocado a Víctor Torres para que cantara y Torres a Pierre Blanchard para que tocara el piano y así nació este espectáculo que ya lleva más de un año de vida, pero esta presentación es para nosotros muy particular porque es la primera vez que la hacemos en una provincia argentina y es una fiesta.
M.: Más allá de la obra, del título de su poema, la palabra ‘inspiración’ parece ser un hilo que recorre su vida...
S.K.: Mire, es muy difícil hablar de una vocación. Una vocación es una fatalidad, no es una elección; uno puede elegir un camino si tiene distintas opciones, pero una vocación es una imposición totalitaria. De pronto descubrimos en nuestra vida que hay algo que se nos impone como imprescindible y que si no lo realizamos o no intentamos realizarlo, nuestra vida fracasa por más que llevemos adelante actividades que puedan interesarnos. La vocación nos elige a nosotros. Yo descubrí que quería ser un escritor a los trece años y le voy a decir cuándo: cuando ya no pude jugar más, el día que con mis soldados de plomo me senté en el jardín de mi casa y vi que eran de plomo, que ya no hablaban, que ya no estaban vivos, que ya no tenían independencia de mi mirada, que no era yo el que los oía sino que era yo quien los miraba, me sentí desesperado. Había dejado de ser un niño...¿qué podía hacer? ¿quién era yo? Entonces empecé a escribir, trasladé el juego a las palabras.
M.: Es ese un momento de enfrentamiento existencial, ese dejar atrás la niñez, tal vez por eso también su acercamiento a la filosofía, ¿no?
S.K.: ¡Ah, sin duda! La filosofía fue para mí un descubrimiento al que yo llamaría instrumental porque fue otro registro de mi vida expresiva. La filosofía y la literatura, para mí, están enhebradas como dos registros de una misma voz; yo no concibo a la filosofía como un saber objetivo sino como un riguroso saber que está empeñado en ser la expresión de un sujeto que se desconoce.
M.: ¿Quién es ‘filósofo’? Muchas veces se escucha decir que alguien se graduó de ‘filósofo’ porque se recibió en la facultad de Filosofía...
S.K.: (percibo que Kovadloff se sonríe) En filosofía uno no recibe un título de filósofo, uno se gradúa en conocimiento relativo de una disciplina que a partir de allí le exige hacerse responsable, subjetivamente, de un pronunciamiento en torno a su existencia. Y si tiene la fortuna de expresarse con propiedad, lo que diga de sí servirá para otros en el sentido tolstoiano de la aldea que se convierte en universal; pero en verdad yo le diría que la vocación filosófica es hermosamente paradojal, es imposible que la filosofía se convierta en un saber, es un amor al saber, por lo tanto una búsqueda, nunca la concreción de un encuentro. Cuando la filosofía se convierte en un saber ha dejado de ser filosofía. Le voy a contar una anécdota deliciosa: yo me gradué en la facultad de Filosofía en Buenos Aires con una tesis sobre el pensamiento de Martín Buber, el pensador austríaco en lengua alemana, profundamente judío, una tesis que titulé ‘El oyente de Dios’. El jurado debatió en torno a mi tesis, haciéndome esperar en un salón contiguo para que yo conociera el resultado de sus deliberaciones y se supiera finalmente si había sido “licenciado” o no había sido “licenciado”. Cuando mi padrino de tesis, don Eugenio Pucciarelli, se acercó a mí luego de las deliberaciones, porque era a él a quien le correspondía anunciarme el resultado, me dijo muy parco, muy serio: “Lo felicito Kovadloff, es usted ahora un licenciado en generalidades; no deje de serlo nunca. Es decir, si usted tiene que especializarse para ganarse la vida en moderna, en contemporánea, en filosofía medieval o antigua, hágalo porque de eso va a vivir en lo posible, pero no sea un especialista, sustráigase permanentemente al saber de una disciplina para redescubrirse y cesar. Usted es un ser finito, mortal, que el lenguaje quiere decir, pero no dice”. Las palabras quieren decir...quieren decir. La filosofía es esta pasión por la aproximación permanente, un saber que se nos escapa, al igual que la poesía que intenta insinuar en las palabras, una presencia que no termina de ser diáfana.
M.: En esa búsqueda permanente, ¿es este, para usted, un mundo ilusorio?
S.K.: No, yo creo que no. Sería ilusorio si creyera que nuestra concepción de las cosas no sufren quebraduras, contradicciones. Si nuestra visión coincidiera con el mundo entonces creeríamos que estamos en una visión verdadera de la realidad; pero el resquebrajamiento de nuestra percepción del mundo, la distancia entre el mundo y las cosas, nos muestra que la realidad es profundamente verdadera en cuanto a su lección. Es imposible habitar un mundo de certezas y la realidad lo prueba todo el tiempo. Y es saludable no tener tantas certezas.
M.: Acaso, ¿son certeras las palabras?
S.K.: La palabra es uno de los pocos bienes heredados. Yo creo como Susan Sontag, que el deber básico de un escritor es dejarle la lengua a las generaciones que vienen, en tan buen estado como la encontró. Nosotros tenemos un idioma que tiene mil años, ¿cuántas generaciones hicieron falta para infundirle al español la elocuencia que tiene, la riqueza que tiene? Al descuidarla, descuidamos nuestra percepción. La lengua es un repertorio de recursos que permiten enriquecer y ahondar la percepción del mundo. Cuando reducimos a un uso muy estrecho el repertorio de términos que empleamos, se restringe también la percepción de la realidad.
M.: ¿Y usted encontró a la lengua en buen estado?
S.K.: Yo encontré a la lengua en muy buen estado porque he leído a escritores extraordinarios que me precedieron, y sobre todo, yo le diría, no solo grandes clásicos extranjeros...ser un escritor posterior a Jorge Luis Borges es muy complicado porque más allá de su talento incomparable, lo que Borges nos va a mostrar es que el uso de la lengua puede renovarse sin perder riqueza, en consecuencia, nosotros tenemos ese desafío: ¿cómo lograr expresar nuestra peculiaridad mediante un bien común como es la lengua? La lengua es un bien común, es patrimonial y a la vez, un escritor es alguien que le infunde a ese bien común, un matiz personal que lo vuelve verdaderamente representativo de su singularidad. Ese anhelo de encontrar ese matiz, preservando la riqueza del bien común, es quizás lo que mejor resume el esfuerzo de una vocación.
M.: Teniendo en cuenta el título de su tesis con la que se graduó en Filosofía, ‘El oyente de Dios’, y considerando los años transcurridos, ¿es usted oyente de Dios?
S.K.: En la tradición judía la idea de Dios está esencialmente vinculada a la búsqueda de un encuentro. Dios no pide ser reconocido como existente sino como interlocutor. Quiere ser interlocutor del hombre, quiere que el hombre reconozca en su voz la presencia de una imponderabilidad, de algo que excede el campo de la comprensión humana, pero se hace presente esa incomprensión de lo real en el hombre como un efecto generado por el asombro ante lo infinito. Entonces ese efecto lo convoca al hombre a convivir con él. El hombre muchas veces no resiste, la vida cotidiana está estructurada para que podamos ponernos a salvo de lo imponderable. La costumbre nos ayuda a resistir...
M.: Parece un dios un poco vanidoso...quiere ser escuchado...
S.K.: No...quiere escuchar también al hombre, lo quiere escuchar como aquel ser finito. Su palabra es capaz de conciliar lo imponderable con lo familiar y la palabra poética es, esencialmente, un encuentro de los términos cotidianos con una imponderabilidad última que asoma gracias a la inspiración.