( Por Alejandro Bovimo Maciel).La palabra “política” suscita tanto adhesiones como rechazos en la gente. Quienes reniegan de ella solo la ven como una lucha interminable por el poder en sí, sin incidencias sobre la vida real de los ciudadanos/as.
El famoso “que se vayan todos” del 2001 fue la expresión verbal de la indignación y el hartazgo de la clase media argentina, furiosa por el “asalto” del corralito de Domingo Cavallo. Entre humo y pólvora se esfumó ese gobierno agónico de De la Rúa. El dicterio “que se vayan todos” resultó una ilusión, tal como puede comprobarlo cualquiera, los que se fueron están nuevamente instalados en sus sillas porque la claque política tiende a profesionalizarse, no se puede renovar como por arte de magia.
Si no, que lo diga Guillermo Francos, actualmente en la jefatura de gabinete, pero viene ocupando cargos políticos desde la olvidable década de los ’70. La famosa “casta” que los libertarios repiten como un mantra es un concepto nacido en la derecha italiana y publicada en 2007 por Gian Antonio Stella y Sergio Rizzo en un verdadero best seller político: “La casta. O cómo los políticos italianos se han vuelto intocables”.
Ni siquiera esa idea es original del señor Milei, que desde sus inicios fue reconocido como un destacado plagiador de libros e ideas. La casta se refiere a esos funcionarios políticos vitalicios que se van de un cargo para desembarcar en otro, gobierno tras gobierno, partido tras partido, como es el caso de la señora Bullrich.
Pensemos, por otra parte, que esto es natural. Nadie cambia abruptamente de profesión a los 40 o 50 años. Un ingeniero electrónico que decidiera iniciar un curso de piloto aéreo a los 45 años tirando por la borda su carrera universitaria (que le llevó sus buenos años) despertaría sospechas. Lo mismo sucede con los políticos tal como está planteado este sistema democrático republicano representativo que tenemos vigente.
Una vez que ingresan en el mecanismo del Estado, y empiezan a comprender su mecanismo de funcionamiento burocratizado, los políticos/as van conformando una élite especializada que no halla después acomodo en otros círculos laborales. Así vemos a expresidentes de EEUU asesorando empresas o dando conferencias sobre temas vinculados a la administración pública, economía, relaciones exteriores y legislación. Nunca se explayan acerca de los misterios del universo, los ataques de bacterias resistentes a las cefalosporinas ni la decoración de interiores. Y es natural. Han escalado en la carrera administrativa estatal desde puestos locales, después a la legislatura, y de ahí a la presidencia. Ese es su tema. Han profesionalizado la política.
En todos los países con sistemas democráticos electivos sucede lo mismo. La ocupación de cargos jerárquicos permanece invariable dentro de un mismo círculo, que es limitado a personas que se han formado para eso. Así como el comando de las delicadas cirugías neurológicas no se puede delegar en la asociación de amas de casa o el sindicato de electricistas, la política también necesita de expertos/as formados en la unidad académica informal que es el Estado.
Por otra parte, ya vamos viendo el resultado de escoger en la política a gente improvisada, ignorante, que desconoce profundamente la articulación entre las leyes y la Constitución, que se manejan como asaltantes de bancos, o como déspotas feudales, todo eso cuesta caro.
El poder de destrucción de una persona ignorante, por buenas intenciones que cobije, es similar al de un elefante en el sector de cristalería de un bazar. Serán muchos los platos y vajillas rotas por la torpeza del animal.
¿De quién es el error? ¿Del elefante al que llevaron al bazar? ¿O del mahout que lo condujo al negocio? ¿O del amo que dio la orden absurda? Cualquiera sea nuestro juicio, el responsable no puede ser jamás el elefante, sencillamente porque no piensa.
BUENOS AIRES, MARZO 2025
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