( Por Alejandro Bovino Maciel). Recientemente en un almuerzo me comentaron que un familiar cercano que había fallecido fue sepultado en uno de esos inhóspitos e impersonales “cementerios privados” que trajo la ola nórdica como novedad para no dejar huérfano de márketing al más allá. Detesto esas modernas praderas fúnebres más parecidas a un campo de golf que a un cementerio.
Nada tiene relieve.
La muerte pasa anónima en esas parquizaciones con azafatas que importunan constantemente ofreciéndonos servicios de catering, té, café y hasta bebidas alcohólicas, como si uno hubiese salido de picnic.
Nada alude a dolor y muerte, los finados se convierten en los “seres queridos” para evitar evocarlos con nombres y apellidos.
Los mismos sitios ostentan títulos casi ridículos como “jardín” al que sólo parece faltarles los crisantemos y enanos de yeso; “parque de la tranquilidad” que es el título más propio de un spa.
Los muertos allí “descansan” como si mañana despertarán, se cepillarán los dientes y vendrán a tomar mates con los deudos que por supuesto jamás se mencionan con ese título, ¿para qué están las palabras más decorosas como “allegados” o “visitas”?
Todo, desde el arco de la entrada hasta la oprobiosa extensión de césped (que debe de ser artificial, como todo allí) y las minúsculas fichas señaléticas con el nombre del difunto, todo me resulta odioso y absolutamente repulsivo.
Esa sistemática domesticación de la muerte a través de alusiones indirectas y un romántico retorno a la naturaleza profundizan la sordidez del miserable destino humano. Lejos de amortiguar el dolor y la consternación que produce naturalmente cualquier muerte, estos boliches funerarios amplifican la señal y la mecanización comercial que impera en todas las operaciones y movimientos de esos “parques” la hace casi deshonesta, en el sentido más lúgubre de esta palabra.
Desde pequeño, cuando decían “parque” inmediatamente mi mente asociaba con un sitio de diversiones. Sospecho que los ejecutivos de mercadeo de estas empresas también lo saben e intentan anestesiar mi dolor haciéndome creer que iré a subir a la calesita en lugar de rendir el póstumo homenaje que se merecen los muertos que enterramos con pena y amargura.
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