Entre las ideas que rebullen entre los prosélitos de la ECP (el amable lector, la cuitada lectora ya debieran acostumbrarse a incorporar esta sigla de la Escuela Correntina de Pensamiento porque vinimos para quedarnos, no será fácil cancelarnos —ahora que este verbo es cool— de modo que ECP debería ser ya tan habitual como otros acrónimos que leemos a diario: ONU, OEA, IVA, MERCOSUR) está un pensamiento que se viene insinuando detrás de esta pregunta capciosa: ¿Debe permanecer la Justicia como un poder más del Estado?
El pensamiento ácrata que sostiene la ECP se acentúa con cada golpe; sospecho que si dejáramos en libertad a esta gente, con un hacha en mano, no quedará institución respetable en pie. Después de escandalizarnos y tomarnos un té de pasionaria, ya más serenos, conviene preguntarnos: ¿será verdaderamente valioso mantener el estado de cosas actual? El Poder Judicial, desde la Corte para abajo, viene ofreciendo decepciones al por mayor. Para decirlo en criollo: esa justicia no es justa. ‘Algo huele mal’ en la Argentina judicial, y no es el padre de Hamlet el responsable.
Veamos. Como todos sabemos desde el séptimo grado la república tiene tres poderes, el Judicial es uno de ellos. Definimos al Estado como el conjunto de instituciones articuladas que tiene y mantiene el monopolio del uno legítimo de la fuerza. No es el único. Tengo belicosos vecinos que al dos por tres se toman a las trompadas, usando la fuerza, pero ésta no es legítima. El uso legítimo de la fuerza coactiva es patrimonio exclusivo del Estado. Si el ciudadano Juan N. súbitamente asaltara una winery llevándose de botín una caja de 6 botellas de malbec reserva (12 meses en barricas de roble francés) y otra caja de 6 extra brut blanc de blancs cristal, esta acción criminal únicamente puede ser sancionada por el equipo judicial del Estado, que es quien administra la policía, los fiscales, los jueces y el personal de las penitenciarías anexo, que es el encargado de alojar al penado después del debido juicio donde se demostró su responsabilidad en el delito. Mi amiga Olguita Ocampo es una de las carceleras, aunque, como bibliotecaria, es de las más inocentes.
Todo este sistema judicial pertenece al Estado que, recordemos, es quien tiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza. No puede imponerle cárcel un vecino, ni el dueño de la vinería asaltada, ni la cooperadora escolar, ni la cofradía del Sagrado Corazón de la parroquia vecinal, por buenas intenciones que tengan las señoras rezadoras. No. Únicamente el sistema jurídico estatal puede cumplir con esa misión.
Ahora, los inquisidores de la ECP nos preguntan: ¿Debe permanecer la Justicia como uno de los poderes del Estado, tal como es ahora? Y esto solamente se puede responder (según mis aturdidos sentidos) de dos maneras. La primera: que el sistema judicial, aun permaneciendo dentro del Estado, continúe funcionando bajo la tutela de, por ejemplo, el ministerio de justicia. Actualmente, como es un poder autónomo, lo rige la Corte Suprema de Justicia de la Nación. ¿Qué ganaría la ciudadanía con esto de pasársela al ministerio de justicia? Creo que nada, o muy poco. El sistema judicial, una vez politizado (el ministerio de justicia se sortea en cada elección al partido político vencedor) será mucho menos estable que el actual. El ministro de justicia podrá escoger a las altas autoridades (jueces federales, camaristas, y jueces de los altos tribunales) según su capricho, ya que se convertiría en la autoridad administrativa ipso facto. Sería, según mi corta visión, una intrusión de la política por izquierda (es decir, no frontal) en el funcionamiento de la justicia. A menos que la reforma se haga “a la mexicana” llamando a cubrir los altos cargos del derecho por medio de elecciones como se hace con el presidente y los legisladores.
La segunda opción que se me ocurre es algo que escuché cuando oficiaba de periodista en Radio Ñandutí de Paraguay. Un legislador a quien siempre invitaba a mi programa me confesó que su más alto ideal era alquilar un gobierno. Yo también quedé como ustedes caros lectores: estupefacto. Me explicó que la idea no era suya (cosa que ya sospechaba porque, aunque era hábil economista, fuera de los números su imaginación no era demasiado frondosa) que provenía de Nueva Zelanda donde se estaba debatiendo ese tema. Alquilar un gobierno —decía— es como la administración de un consorcio inmobiliario, gente imparcial (ya que no conoce a las partes eventualmente en conflicto) trata de disponer justicia ajustándose a las leyes.
Objeto que es de una candidez casi voltairiana creer que un equipo que administra justicia será impermeable a las tentaciones económicas. Imagine el lector/a un juicio laboral. Imagínese de un lado al empleado despedido injustamente, y del otro a la patronal dispuesta a ganar el juicio abonando cuotas ‘voluntarias’ a la empresa judicial. No es difícil imaginar cómo será la sentencia. No hace falta tener la infértil imaginación de mi legislador invitado para saber cómo será la definición del juicio laboral: el empleado perderá todos sus derechos y los patrones se saldrán con la suya. Ya que se trata de una empresa, el fallo judicial será una mercancía más a manos del mejor postor, y la justicia pasará a convertirse en una impostura.
No veo otra solución a esta privatización del poder judicial. Pero, como dice mi amigo el turco “escucho ofertas”.
*ALEJANDRO BOVINO MACIEL www.alejandrobovinomaciel.webador.es *talomac@gmail.com