Recientemente se difundió en los medios —y hasta yo, que vivo en Buenos Aires, lo supe— una absolución insólita: el reo José Altamirano, condenado a prisión de 22 años por el presunto asesinato de Maxi Aquino en el año 2015. El fiscal interviniente, máximo responsable de la investigación del homicidio y la ponderación de pruebas fue Gustavo Robineau. El condenado apeló el fallo a la Corte Suprema de Justicia de la Nación y, con la ratificación del Superior Tribunal de Justicia de Corrientes, absolvió de culpa y cargo al condenado José Altamirano.
Esto tiene poco precedentes. Las “irregularidades” del proceso judicial incluyen la vergonzosa sentencia 191/2017 mediante la cual el Superior Tribunal de Justicia de Corrientes (el mismo que acaba de ratificar la absolución de la Corte Suprema) denegó los recursos de apelación a Casación interpuestos por la defensa del imputado Altamirano. Los jueces Senham, Chain, Rey Vazquez y Panceri no dudaron al firmar esa resolución que negaba un derecho elemental en la defensa de cualquier persona imputada en un delito tan grave como el homicidio, que implica la pérdida de libertad del acusado.
El abogado defensor Hermindo González, haciendo uso de un recurso extraordinario, elevó la causa (con recurso de queja) a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. La Corte solicitó el envío del expediente del caso y toda la documentación probatoria y se expidió basándose en su propia doctrina en materia de causas “armadas” a inocentes avisando, de paso, al Tribunal correntino, que las irregularidades de cualquier investigación policial denunciadas en la causa debían haberse revisado en forma meticulosa por los tribunales que intervinieron. José Altamirano, después de pasar 8 años en prisión fue liberado. Los jueces que firmaron su absolución fueron las doctoras Sierra, Puig y Figueredo; y los doctores Sánchez Mariño y Núñez Huel.
“Joselo” Altamirano recuperó su libertad. Pero todos sabemos que el tiempo es insustituible, ¿quién le devuelve los 8 años de prisión en los que perdió seguramente la fe en la sociedad, que lo condenó por vivir en un barrio popular? ¿Por chismes de comadres (en el juicio) y apremios físicos para declararse culpable? ¿Cómo hacemos los ciudadanos para reparar este tremendo daño al sentido de justicia y equidad que debe primar en todos los pueblos?
Hace tiempo los argentinos nos debemos un serio debate acerca de esa verdadera “casta” privilegiada que constituyen jueces y fiscales. No pagan impuestos, cobran sueldos suntuosos, emiten órdenes sin control alguno, fallan (como estamos viendo en este caso) en base a pruebas fallutas y, además, como en el caso del Tribunal Supremo de Justicia de Corrientes, se creen por encima de todos y todas: no esperaban que la Corte de la Nación revisara sus fallos, fue una salida intrépida de ese excelente defensor llamado Hermindo González.
Esta vez les salió el tiro por la culata. Hemos de esperar que esto les enseñe a hacer su trabajo de aquí en más, con juicios y sin prejuicios.
Algo huele mal en Dinamarca, dice Hamlet. ¿Y por casa, cómo andamos?