( Por Jose Miguel Bonet*). Nietzsche sabía del poder del lenguaje, de su plasticidad, con lo cual ponía de presente que el lenguaje transporta una concepción del mundo, una cosmovisión, que debido a la fuerza de la tradición, la autoridad, la repetición, termina arraigándose en el hombre de tal manera que estos contenidos se vuelven casi instintivos en la conciencia. Era lo que sucedía según Nietzsche, con la moral.
En Aurora, en el aforismo 47 titulado “Las palabras obstruyen nuestro camino”, Nietzsche sostiene:
“Ahora, para alcanzar el conocimiento, hay que ir tropezando con palabras que se han vuelto tan duras y eternas como las piedras, hasta el punto de que es más fácil que nos rompamos una pierna al tropezar con ellas que romper una de esas palabras”.
En estos aforismos Nietzsche no sólo se plantea lo que ocurre cuando se introduce “una nueva palabra'', sino lo que implica luchar contra ellas con su sentido momificado, petrificado. El asunto de fondo que también se plantea es la batalla cultural, filosófica y política por los conceptos. "En éstos casos, las palabras se convierten en campo de batalla que hay que tomar, que hay que hegemonizar".
También las palabras son asesinas como decía Ciorán, enmascaran o esconden sentidos que inicialmente tenían, ocultan sus sedimentos semánticos, y son puestas al servicio del poder. "El lenguaje es poder, pues nomina, crea, pero también mata e invisibiliza."
Esto lo podemos ejemplificar con el concepto de progreso. Una palabra omnipresente en la vida cotidiana de las personas, repetida constantemente por los medios y en boca de todos los políticos.
En Europa a contrapelo de la barbarie y del nuevo mundo, el progreso se utilizó para significar que el hombre siempre está en un constante proceso de perfección y que avanza hacia mayores niveles espirituales y materiales. Ser civilizado en el siglo XVIII significó no ser bárbaro y haber alcanzado el nivel científico y espiritual de Europa. Con esta operación las ciencias sociales nacientes en la época invisibilizaron el imperialismo y el colonialismo como la “cara oscura” de la modernidad.
Esa “cara oscura” del progreso, la planteó con brillantez Theodor Adorno cuando sostuvo:
“La imagen de la humanidad en su progreso recuerdan a un gigante que, tras sueño inmemorial, lentamente se pusiese en movimiento, luego echase a correr y arrasa cuanto le saliese al paso”.
El uso de la bomba atómica fue la prueba exacta. Ya en el siglo XX, esa palabra alimentó semánticamente a la de desarrollo, el cual ha operado como un discurso económico y político que legitimó las políticas de intervención de Estados Unidos y las potencias “desarrolladas” en la antigua periferia europea, con el filantrópico fin de luchar contra la pobreza, la desigualdad, el analfabetismo, la desnutrición, etc.
El discurso del progreso y del desarrollo han generado, en la práctica, el exterminio de miles de indígenas, tal como sucedió en la pampa Argentina a finales del siglo XIX, cuando se buscó modernizar el país; igualmente, ha generado daños ambientales a lo largo y ancho de los países de América Latina, produciendo la muerte de la flora, la fauna y hasta de los ríos, así como el desplazamiento de las comunidades.
A pesar de lo anterior, aun hoy nos quieren convencer a toda costa de las bondades del progreso. De nuevo, Nietzsche tuvo razón:
“la estupidez, la picardía crecen: esto lo trae consigo el progreso”.
Y estas palabras del filósofo alemán no nos pueden hacer perder de vista que es necesario luchar por el potencial de las palabras, del lenguaje; de la necesidad de resemantizar los conceptos en pro de usos más críticos y liberadores.
No siempre se trata de inventar conceptos, sino de sacar a la luz los sedimentos perdidos de los ya existentes y luchar por convertirlos en dardos contra el malogrado presente. Esta es la gran tarea del pensamiento crítico.
*Extracto de varios artículos