Corrientes, viernes 29 de marzo de 2024

Opinión Corrientes

Odio, el apodo populista de la verdad

12-09-2022
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“Nos urge tener una herramienta legal que sancione las construcciones discursivas de odio”.- Victoria Donda

(por Jorge Eduardo Simonetti). Hablar de odio se ha puesto de moda hoy en la Argentina. El kirchnerismo, o más propiamente el cristinismo, lo puso en la agenda pública como tema excluyente, justamente ellos, que son los especialistas en el tema.

A fuerza de ser sincero, debo decir que el odio debe ser el sentimiento más convocante de la política en general. Suma adeptos por aversión. En muchos casos, las agrupaciones y partidos engordan a partir del odio hacia el adversario, no por propios méritos. Milei, agitando el odio a la “casta”, está haciendo un pingüe negocio político.

Y si de odiadores hablamos, no tengo dudas de que Cristina concentra en singular proporción las manifestaciones de ese sentimiento, sobre todo por su personalidad antes que por sus ideas. La dirigente más importante del siglo XXI (no quiere decir la mejor), une políticamente al resto en la vereda de enfrente, es la principal opositora a ella misma, irónicamente hablando.

Pero la política es una cosa y el crimen otra. El vuelto criminal hacia su psicopatía y su discurso confrontativo (además de la corrupción que se le imputa), es una reacción criminal a una acción disolvente que debemos repudiar.


Muchas veces nos preguntamos a qué distancia estamos de la Venezuela de Maduro. Y hoy, 11 de setiembre de 2022, debo decir que estamos a la distancia de una ley, sí, de solo una: la ley del odio.

El 8 de noviembre de 2017, el dictador Maduro promulga la “Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia”. La satírica ley, que dice promover “la vida, la paz, el amor”, sirvió para acallar disidentes, encarcelar periodistas, perseguir opositores.

El periodista Darvinson Rojas conoció en carne propia esa ley “amorosa” de Maduro, por utilizar su cuenta de Twitter para informar sobre la crisis sanitaria por el covid-19. En marzo de 2020 las fuerzas especiales venezolanas lo sacaron violentamente de su casa y estuvo 12 días detenido a disposición del dictador.

Probablemente muchos digan que Argentina no es Venezuela, y tienen razón. El anticuerpo más poderoso que tiene nuestro país contra el virus del pseudosocialismo siglo XXI es su propia gente. Sin embargo, desde la óptica del oficialista estamos solo a una ley del objetivo de conseguir un instrumento de control social.


En función de gobierno, los populismos tienen su marca en el orillo, son muy previsibles y recurren normalmente a lugares comunes, sobre todo los latinoamericanos. No temen caer en el ridículo, regulan por ley los sentimientos, crean un ministerio para la felicidad, burocratizan el pensamiento a través de la cristinista Secretaría del Pensamiento Nacional, que murió antes de nacer.

Pero ahora es el turno del odio. En realidad, tal cual expresamos más arriba, el odio es un sentimiento que rinde en la política. En el mundo tenemos claros ejemplos, como el de Trump en Estados Unidos, Matteo Salvini en Italia, Viktor Orbán en Hungría, por caso.

Para los seres humanos, el odio es un sentimiento personal profundo e intenso, que acarrea más disgustos para el que lo siente que para el destinatario. Es una emoción destructora, corrosiva, invasora.

Al populismo le ha rendido en el campo político, es una herramienta de doble utilidad. Les sirve de base para configurar su épica, construir identidades y alteridades, pero también como truco para acallar las críticas e instrumentar la persecución política.


La estrategia populista, ya definida por su teórico Ernesto Laclau, consiste en conceder al líder la capacidad de definir quién es el pueblo y quien no. A partir de allí, el odio entre “ellos” y “nosotros” es el instrumento catalizador que da sentido político y psicológico a la estrategia.

No es casual que el castrismo, el chavismo, el kirchnerismo, asienten sus fundamentos en la consecución de enemigos contras los cuales luchar en función de gobierno. No se gobierna “para” sino “en contra de”, que, en nuestro caso, pueden ser los empresarios avaros, la oligarquía del campo, la clase media que quiere ir a Miami, los que especulan con el dólar, el “lawfare” judicial. Nunca asumen la responsabilidad de sus acciones, siempre buscan y encuentran “culpables” de su pésima gestión de gobierno.

Como método de construcción política, el odio es un magnífico instrumento para catalizar voluntades. La masa seguidora toma las mismas formas y actitudes que sus líderes, se mimetiza, se enrosca y comienza a odiar a los distintos.

Esa lógica binaria del populismo, que divide a la sociedad entre “nosotros” y “ellos”, ha permitido que el “nosotros” se construya a partir del “odio” hacia “ellos”. Y en esa lógica, el odio se paga con odio, es una avenida de doble mano. El líder, más patológico o calculador según el caso, regula los momentos, las cantidades y los destinatarios del odio que inyectará a sus seguidores, conforme el escenario.

Pero la herramienta de doble uso les permite también utilizarlo cuando se sienten ahogados, cercados, sin respuestas. Aquello que es de su genética ideológica, es trasladado a “ellos”, los terceros, los que piensan distinto, que por arte de magia pasan a ser “los sembradores del odio” y, por ende, responsables de los males.

Así descripta, parece una estrategia maquiavélica de alto nivel, pero es en realidad una demostración del infantilismo regresivo de la neoizquierda pseudomarxista latinoamericana, que ya no engaña a nadie medianamente avispado.

Ante la avalancha de realidades negativas, el odio es el nuevo nombre con el que el oficialismo ha bautizado a la verdad. Odia quien habla de la inflación, odia quien critica la ausencia de autoridad presidencial, odia quien critica la pobreza, odia quien reclama la división de poderes, odia quien alienta la buena justicia, odia quien reclama juicio y castigo a los culpables de la corrupción pública.

Y para el odio de los otros no hay mejor remedio que una ley que prohíba y castigue el odio. La nueva normativa dirá, en consecuencia, que a partir de su vigencia rige el amor en la Argentina, se prohíbe odiar, es decir opinar en contra de los intereses del Gobierno e informar sobre cuestiones que lo perjudiquen.

Si la ley ya hubiera estado vigente, no podríamos haber visto en vivo y en directo el contundente alegato del fiscal Luciani sobre la causa “Vialidad”; hubiera significado una instigación al odio.

“En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”, dice George Orwell en su novela “1984”, una sociedad distópica en la que se adultera la historia de acuerdo con las conveniencias del partido único.

Salvando las distancias entre ficción y realidad, entre un futuro Londres en el que transcurre la novela y nuestro presente argentino, lo cierto es que “odio” es el nuevo nombre con que el oficialismo ha bautizado a la verdad.