Corrientes, viernes 29 de marzo de 2024

Opinión Corrientes

De víctimas y victimarios

22-04-2022
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“Hay dos cosas que un pueblo democrático encontrará muy difícil: iniciar una guerra y acabar con ella”. Alexis de Tocqueville

( Por Jorge  Eduardo Simonetti). El secretismo no es propio de una democracia, en ella casi todo se sabe. Por el contrario, los sistemas autocráticos posibilitan mantener en la oscuridad los problemas y las decisiones más radicales.

Una prueba de ello es la invasión argentina a Malvinas en 1982. La mañana del 2 de abril nos despertamos con la inesperada noticia. Habíamos tomado las islas que por derecho nos pertenecen, pero ocupadas por los ingleses hacía más de ciento cincuenta años.

Significaba entrar en una guerra con un país muy superior en recursos y, sobre todo, asumiendo el carácter de país agresor. Es cierto, los argentinos nos educamos con el mapa argentino que incluyen las islas y con el reclamo permanente ante organismos internacionales, pero la guerra ya era otra cosa.

Luego del júbilo generalizado, la realidad llamó a nuestras puertas y salimos derrotados en el campo de batalla, dejando la sangre y la vida de muchos compatriotas en esas irredentas tierras.

La ocupación argentina fue dispuesta por un gobierno militar, una dictadura en el sentido propio de la palabra, de manera sorpresiva y por la decisión de uno o de tres iluminados que no rendían cuentas a nadie.

 Si en la Argentina hubiera regido una democracia, ¿hubiéramos ocupado las islas en 1982? Seguramente que no, por lo menos no de manera tan inconsulta.

Es que allí está el meollo de la cuestión. Un paralelismo con nuestro reclamo insular es casi el trazo grueso de la invasión rusa a Ucrania.

No creamos que el voto periódico, por sí mismo, satisface los requisitos mínimos de un sistema democrático. El ejemplo contundente es el de la Federación Rusa. Si bien salió de la dictadura colectivista, casi nunca pudo sacarse el sayo de los gobernantes autocráticos, en una saga que convirtió al comunismo como la segunda temporada de la precuela zarista, con la aventura putinesca como colofón.

Cuando las decisiones más importantes son tomadas por una sola persona, o por una élite, sin ningún tipo de deliberación, existe una autocracia, aunque sean gobernantes elegidos por el voto.

Algunos seguramente afirmarán que una guerra declarada por un sistema deliberativo no tiene posibilidades de éxito. Es probable, aunque no fatalmente cierto. Gran Bretaña declaró la guerra a la Alemania nazi, con el Parlamento funcionando a pleno, y así se mantuvo durante todo el conflicto.

Sin embargo, el núcleo de la cuestión está en que las democracias no libran guerras entre sí, no así los sistemas dictatoriales. Es un dato de la realidad.

Hay una sola excepción, ¿saben cuál es? Paradójicamente, es la guerra del Donbás en 2014, entre los mismos contendientes (Rusia y Ucrania), que culminó con la anexión de la Península de Crimea a Rusia, y un estatuto de autonomía a las regiones ucranianas de Donetsk y Lugansk. En ese conflicto murieron catorce mil ucranianos.

No obstante, a decir verdad, la excepción señalada no hace más que confirmar que la Rusia de Putin, ni en 2014 ni ahora, es una democracia en el sentido preciso de la palabra.

Es notable observar cómo el pensador liberal Alexis de Tocqueville, que fuera ministro de relaciones exteriores de Francia, ya en el siglo XIX anticipara el concepto de que las democracias no inician una guerra, que luego los hechos confirmarían de manera casi irrebatible.

Hoy, Vladimir Vladimirovich Putin, que está en el poder hace más de veinte años, es un autócrata que ha crecido en la pecera formal de una democracia. No es distinto a Adolf Hitler, que asumió también como canciller alemán por el voto de los ciudadanos.

Tal como decíamos, el presidente ruso es el que por propia decisión invadió Ucrania, sin que los ciudadanos ni tampoco un órgano de representantes de la Federación Rusa tuviera participación alguna.

Los más notable es que las razones o motivos de la invasión nunca estuvieron del todo claras, sí los pretextos formales que rayan en lo infantil, como aquello del propósito de “desnazificar” Ucrania.

Es tremendo advertir como un autócrata, homofóbico, psicópata y misógino como el ex-KGB, ni siquiera pueda exponer con alguna coherencia los objetivos y pretensiones que lo animan para invadir un país vecino, arrasar sus ciudades, matar a su gente. No tiene justificativo alguno, hasta Hitler fundamentó su invasión a los países cercanos en la teoría del “espacio vital” para Alemania.

Analistas del mundo entero, líderes de distintos países, expertos en guerras, la inteligencia occidental, negociadores e intermediarios en el conflicto, conocedores de la personalidad del líder ruso, ninguno de ellos sabe a ciencia cierta sus motivaciones y hasta dónde es capaz de llegar.

En este punto hay que colocar un paréntesis para analizar el comportamiento del pueblo ruso. Sencillamente, Hitler no hubiera llegado hasta donde llegó sin el apoyo del pueblo alemán. Tampoco Putin. Independientemente de los medios utilizados para captar la voluntad de sus conciudadanos, ambos dictadores reposaron su sociopatía en la alienación de sus respectivos pueblos.

Pruebas del “lavado de cerebro” a que fueron sometidas las fuerzas de Putin, son las duras frases que les dicen los soldados rusos a los médicos ucranianos que les salvan la vida: “vinimos acá porque son malvados y debemos eliminarlos a todos”, “todos son nazis, sus hijos y sus mujeres merecen la muerte”.

La alienación colectiva es un instrumento al que recurre toda calaña de sociópatas para conducir a un grupo de personas o a todo un país por el camino de la violencia, la irracionalidad, el odio y la muerte.

Aunque se desvivan por demostrar lo contrario, la Rusia de Putin ha sido desacreditada por la férrea e impensada defensa ucraniana. La operación militar especial, la toma de Kiev en cinco días, el esperado recibimiento como salvadores del pueblo de Ucrania a los soldados rusos, el establecimiento de un gobierno títere, han quedado en el ánimo de los agresores como baldones de un fracaso monumental. Sin embargo, no se sabe hasta dónde es capaz de llegar una personalidad como la de Putin, sobre todo bajo la presión del desprestigio y de la incertidumbre.

El fantasma de las armas nucleares sobrevuela el cielo mundial, nadie es capaz de descartar esa terrible posibilidad. Mientras tanto, las superbombas y todo tipo de agresión biológica se encuentran en el marco de análisis.

Resulta paradójico que muchos piensen que alguna victoria rusa, aunque parcial, pueda resultar necesaria para el fin de la agresión, en tanto se satisfaga el ego de Putin y su indemnidad ante la posibilidad del escarnio ante la frustración de sus planes.

Lo cierto es que el final es totalmente incierto, ni acaso la victoria del Goliat sobre el David lo asegura, menos aún una reacción de parte de la élite rusa o la pérdida de popularidad de Putín. Tampoco se vislumbra una especie de operación Valkiria.

Luego de ello, si hay un luego, no se sabe dónde se dirigirá el mundo, si a una nueva paz de Wetsfalia o a una larga noche de incertidumbres.


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