Corrientes, sábado 20 de abril de 2024

Opinión Corrientes

El oficialista no puede cambiar al opositor pero sí cambiarse a sí mismo y dejar de ser oficialista...

21-04-2022
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(Por Francisco Tomás González Cabañas). En la misma estructuración inconsciente del planteo lacaniano de "usted podrá saber lo que dijo, pero nunca lo que el otro escuchó" en las tensiones políticas, las pretensiones elementales de la imposición habitan irrevocables debajo o detrás de toda (in) vestidura y cuerpo o piel.

Unamuno en su famosa novela “Niebla” aborda el concepto que pretendemos desmenuzar.

Al comienzo de la novela cuando Augusto está esperando en frente de su casa observando la llovizna piensa sobre Dios al decir, “Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servirnos de Dios; pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males” . Se sugiere que el hombre se acerca a la religión o a Dios cuando se ve en un apuro. Al sugerirse que Dios es como un paraguas lo cosifica, con esto se puede sugerir que así como el paraguas es un objeto inventado por el hombre y la religión también lo es, pero lo verdaderamente importante es esta figura del paraguas, del elemento simbólico, protector, previsor, que existe para evitar algo, la certidumbre es precisamente eso, una falsa ilusión, el placebo medicamentoso para el enfermo terminal que en verdad continuara su derrotero, más allá del aliciente que siente al tragar la píldora, la certidumbre es el antitodo, como condición necesaria y suficiente, a la incertidumbre, claro que no se trata de una cuestión semántica o nominal, sino más bien de una historia que surge desde larga data, de aquel “τὸ ἄπειρον (apéiron: sin límites, sin definición) de Anaximandro, en que nos debatimos tras conceptualizaciones entronizadas en el pensamiento occidental, bajo Platón y el concepto del bien y con ello toda la larga historia hasta nuestros días.

Kierkegaard en su obra Migajas filosóficas narra una parábola donde un rey se enamora de una campesina y piensa en cómo puede llegar a ella ya que, si se disfraza de campesino le va a descubrir fácilmente por su manera de hablar y su trato cultivado, propio de la corte, y no se va a enamorar de él. Kierkegaard dice entonces que el amante no puede cambiar a la persona amada, pero sí se puede cambiar a sí mismo. Entonces entra en la vida de esta mujer bajo la figura de un siervo y ella, efectivamente lo acoge y se enamora de este rey que se ha vaciado de sí mismo, de su realeza, que ha abandonado todas las maneras de proceder de la corte y se ha hecho un campesino de verdad, consiguiendo así el amor de la joven; por un salto cualitativo, no es que la campesina vaya a él, sino que es él quien va a la campesina y se transforma en la figura de un siervo”. Este salto, como aquel famoso salto, una de las acrobacias más notables en la historia de la filosofía, no es más que un deporte exquisito para los atletas de la humanidad que pretendan salirse de la incertidumbre como mal, para jalonar, tabicar en la certeza o la certidumbre que es el bien, como bien en sí, como pureza o un instante solemne de seguridad existencial.

El salto político, que no es el salto de la totalidad o de las mayorías, en una lectura agonal a la sazón de Ernesto Laclau, podría ser el siguiente, dado que los gobernantes o representante sólo dan el salto o el cambio de la variante oficialistas y opositores, sin que tal nomenclatura modifique la vida o lo cotidiano de la ciudadanía en general. Este es el éxito popular o demagógico de quiénes señalan a la casta política como los responsables totales (a la postre y en términos teórico populistas de derecha o populistas liberales).

Pero la pregunta inquietante es ¡¿Cuál sería el salto democrático o que cambiaría la ecuación? La primera respuesta y no por ella no pensada, es desafiante...

En los tiempos electorales, quiénes deben mostrar que no poseen el poder que se les ha sido concedido, entregan dádivas, prebendas, favores y promesas, por esta misma razón (además de que puedan ser individualmente más o menos afectos a las mentiras), a los que en verdad poseen el poder, sin las condiciones de posibilidad para hace algo más que padecer de tal fortuna que es en verdad un infortunio para ellos.

Sí el pobre, marginal o el olvidado por la política, que posee la fuerza de su voto, en vez de aceptar el bien material, el contrato laboral, o la plaza que le dicen que le construirán en el barrio o el hospital en la ciudad, demanda que su voto, dada su condición de pobre, en vez de valer lo mismo que vale para el ciudadano al que el estado le dio la posibilidad de desarrollarse, valga cinco, en una suerte de voto calificado, pero subvertido o al revés, para que el poder se note, se muestre e impacte en el circuito establecido, la historia política sería totalmente otra.

Esto que dimos en llamar “voto compensatorio” en los términos actuales, podría ser de imposible implementación, si es que sólo dependiera de que lo comprendan a quiénes va dirigido.

Es decir, alguien pobre al punto de no poder comer o luchar para ello, difícilmente tenga las ganas y las condiciones de posibilidad para analizar palabras, para pensar y finalmente para emitir un pensamiento o una reflexión.

De esta desgracia humana, de esta ausencia de poder o vacancia, es de la que no nos queremos hacer cargo.


En los términos de la justicia platónica, ideal o una justicia en sí, kantiana (universal y establecida como imperativo categórico) o en los términos morales de cualquier religión, un pobre o un marginal no debiera poder votar, dado que no se encuentre en condiciones de poder hacerlo. Que las mayorías de los integrantes de una comunidad no puedan o deban votar bajo esta penosa condición del hambre, habla a las claras de la inexistencia democrática en tales sitios...