Corrientes, viernes 19 de abril de 2024

Opinión Corrientes

Las lecciones de Don Raul Alfonsin, por José Miguel Bonet

15-11-2021
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"Si el radicalismo hubiera mantenido su vigencia histórica como fuerza mayoritaria y popular, siguiendo paso a paso las transformaciones y adaptándose a los cambios que se estaban produciendo en las condiciones económicas y si hubiera, sobre todo, actuando en consecuencia con la evolución de la sociedad que se operó en la década del 30, seguramente otro habría sido el devenir nacional. ¿Qué le había sucedido al radicalismo?

No fue una mera incapacidad para entender lo que pasaba. Muchos lo advirtieron. En realidad, lo que explica la actitud del radicalismo es una pérdida del rumbo de su conducción.

Vale la pena detenerse un momento en este punto para examinar por qué y cómo se produjo esa falla histórica. Y no se trata de hacerlo desde la cómoda posición de profeta del pasado, juzgando por lo que ahora sabemos a quienes lo ignoraban entonces. No, lo que importa es entender cómo se incurrió en errores para no persistir en ellos.

Después del 6 de septiembre de 1930 el radicalismo fue menospreciado por la prensa, atacado por el gobierno, hostigado de mil maneras por quienes habían reconquistado el poder.

Con todo, en medio de desgracias y persecuciones, como a las que innoblemente se sometía a Hipólito Yrigoyen, el radicalismo se sentía inmensamente seguro de seguir expresando a la mayoría de los argentinos. Sabía que en cuanto se produjeran elecciones limpias ganaría otra vez, como efectivamente ocurrió el 5 de abril de 1931 en la provincia de Buenos Aires. Sabía también que en la Argentina de entonces no se podía gobernar eternamente a espaldas del pueblo y que, por consiguiente, tarde o temprano llegaría su hora. De esta forma lo más razonable, lo más seguro, parecía ser preservarse y esperar.

El radicalismo, al que Yrigoyen siempre consideró un movimiento, "la causa frente al régimen", se replegó sobre si mismo. Era la disciplina de la organización partidaria la que frenaría a quienes se sintieran tentados por los halagos y señas que llegaran desde el régimen.

Pero en política no siempre lo que parece más razonable, más seguro, es lo mejor. Tratando de conservar su patrimonio, el radicalismo comenzó a perder su fuerza. Descuidó progresivamente lo que había sido la fuente de su vigor: su acción convocante y movilizadora para canalizar democráticamente las aspiraciones del pueblo. Aguardando el inevitable fracaso de la minoría que usurpaba el poder, olvidó que lo importante era recrear las condiciones para la victoria del pueblo para ejercerlo.

De un pueblo, además, que estaba cambiando al margen de un radicalismo reconcentrado sobre si mismo; de un pueblo que, por lo tanto, progresivamente dejaría de reconocerlo como el medio político natural para expresar sus demandas. Se iba creando así, una vacancia política.

Ella iba a ser cubierta por el entonces coronel Perón quien, desde el gobierno, lograría convertirse en intérprete y modelador de la nueva fuerza social que irrumpía.

Pero también debemos decir que otra habría sido la historia, si en ese momento quien había comprendido el nuevo fenómeno social hubiese tenido una firme convicción democrática.

Esa carencia añadiría dramáticas consecuencias al error del radicalismo. La derrota del régimen minoritario no sería su victoria. Peor aún, por su equivocación perdería la primacía como representante de los sectores populares y la democracia pagaría el precio de que una de las mayorías nacionales, desconociera varios de sus componentes esenciales.

Se ha escrito y hablado tanto sobre la naturaleza y las características del peronismo, que parece imposible agregar algo más. Sin embargo, es esencial examinarlas, siquiera brevemente, si queremos completar el cuadro de las causas profundas que nos llevaron a la situación actual. Necesitamos entender las raíces que acarrearon contradicciones en su seno y confusión en algunos de sus adversarios y oponentes.

El surgimiento del movimiento peronista introdujo, en su momento, dos modificaciones fundamentales dentro del escenario político argentino. Por un lado, dio expresión política a las nuevas masas urbanas. Por otro lado, significó un cambio en la actitud y el papel que durante más de diez años habían asumido las Fuerzas Armadas, en particular el Ejército.

Aunque más coyuntural, como luego lo demostraría el curso histórico, este segundo aspecto tendría muchas consecuencias.

La minoría oligárquica, por de pronto, que había introducido a los militares en la política a fin de recuperar el gobierno, advirtió que ese nuevo actor tenía personalidad propia y que la alianza con él podía revertirse. Las ideas sociales autoritarias y las imágenes románticas, que habían encandilado a ciertos oficiales incitándolos a poner en movimiento a las Fuerzas Armadas contra el desorden de la democracia, demostraron tener un doble filo para la oligarquía.

La lección no se olvidaría. Forzada por su propia naturaleza, minoritaria y excluyente, a respaldarse en las Fuerzas Armadas, la oligarquía comprendió cada vez mejor que había que evitar no uno, sino dos peligros: la consolidación de un sistema político democrático en el que no podía competir y la alianza entre militares y sectores populares que la marginara. Perón había sabido trasmitir al pueblo un mensaje de esperanza en un lenguaje que comprendía.

Por sus experiencias y convicciones, imprimió, sin embargo, una forma autoritaria a la organización del movimiento y a su acción desde el gobierno. Consciente de que era necesario y oportuno mejorar la situación de los sectores populares, concibió al gobierno y al Estado como depositarios de un poder superior que debía establecer una distribución más equilibrada entre los distintos grupos sociales.

Concitó así la adhesión de quienes sentían que se les estaban otorgando los derechos y los beneficios que les correspondían. Pero también, aunque no pretendiera desencadenar una revolución social, suscitó el odio de quienes se consideraban despojados sin apelación de lo que siempre habían disfrutado.

Llegado al gobierno por su victoria en las primeras elecciones nacionales sin fraude desde 1928, las ideas de Perón chocaron con ciertos principios democráticos. Al imaginar el ejercicio del poder por encima de los conflictos e intereses que agitaban el país, al postular que éstos debían canalizarse dentro del movimiento, de hecho no llegaría a admitir discrepancia ni controversia legítimas fuera de él.

El radicalismo se alzó contra esta concepción por razones de principio y por sus consecuencias prácticas.

Para los radicales, la legitimidad del poder descansaba -y descansa - en un acatamiento mutuo entre el gobierno y la ciudadanía, no en un predominio del primero. Pensaba y piensa el radicalismo que si no se observan las reglas que garantizan ese modo de funcionar la libertad de disentir y contradecir, el control recíproco de los poderes del Estado se produce inevitablemente una concentración del poder con todas sus secuelas: personalismo, obsecuencia, ineficiencia. Consideraba también, que por su propia naturaleza, el autoritarismo bloquea la posibilidad de producir las rectificaciones imprescindibles en toda gestión de gobierno y provoca, de este modo, el empecinamiento en el error.

El gobierno peronista quedó progresivamente encerrado por problemas económicos, sociales y políticos que terminaron produciendo su caída. Las condiciones de la posguerra, propicias para la Argentina, habían permitido que las nuevas medidas sociales fueran compatibles con una rápida expansión económica. El éxito inicial pareció confirmar las bondades de la concepción política peronista y posibilitó su implantación como doctrina nacional oficial. Entretanto, la situación económica se había revertido y los defectos del manejo autoritario agravaron problemas y dificultaron soluciones. Los ajustes económicos aplicados desde arriba produjeron cierta apatía en los sectores populares, precisamente en el momento en que el gobierno más necesitaba su apoyo; mientras tanto el personalismo creciente en el ejercicio del poder entorpeció su gestión, alentó la obsecuencia y facilitó la corrupción. Sin beneficio alguno para el gobierno -más bien lo contrario al proclamarse el justicialismo como doctrina oficial se exacerbó la oposición, cerrando las puertas a su acción legal y estimulando la ruptura de la continuidad institucional como solución alternativa. Finalmente, el gobierno fue derrocado, y alterándose de esta manera la alianza de las Fuerzas Armadas con los sectores populares que el movimiento peronista había erigido como uno de los fundamentos de su concepción.

Pero a las contradicciones del peronismo en el gobierno, se sumaron las de la oposición en el llano. Por su representatividad y sus convicciones, el radicalismo proveyó el grueso de las fuerzas que enfrentaron a Perón. También lo hacían otras, pero tras esa coincidencia se encubrían enfoques políticos totalmente contrapuestos. Los radicales no disentían con el peronismo sobre las conquistas sociales ni sobre la defensa de intereses nacionales por los que siempre habían luchado. Combatían, sí, la transgresión de los principios democráticos y republicanos, porque estaban y siguen estando convencidos que constituyen la mejor base para proteger la dignidad y los derechos del pueblo, así como los de cada uno de sus integrantes.

Los motivos de la oligarquía para oponerse al peronismo eran exactamente inversos. Repentinamente acercados a los radicales, sus voceros proclamaron la adhesión a una democracia en la que no creían, para rechazar, en verdad, al pueblo y sus conquistas".

Raúl Alfonsín. "La Cuestión Argentina". 1980. 

*Desde Mburucuyá