Corrientes, sábado 27 de abril de 2024

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#QUEDATEENCASA: un cuento, un tap, tap, tap sobre la tierra

23-07-2020
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Darío Rambau, entrerriano y residente en Corrientes hace muchos, muchos años, comparte con nosotros uno de sus relatos inéditos: “Tap, tap, tap”.



Para contactarse con el autor: dariorambau@yahoo.com.ar o al teléfono: 379 4 902 031. También autor de la novela "CONDENA PERPETUA”, la cual está en venta.

TAP, TAP, TAP
            En vísperas de primavera, habíamos partido desde Corrientes Capital en las primeras horas de la madrugada, hacia El Potrillo, un paraje de Formosa, cercano al límite con Salta y a la frontera con Paraguay, distante a 545 km de la capital provincial. Eran algunos médicos y paramédicos de Corrientes, especialistas en diabetes, que, junto a otros profesionales formoseños, harían una investigación para detectar la posible presencia de la enfermedad en la población originaria de wichis, habitantes de ese lugar. Yo completaba la delegación en carácter de filmador y “documentador” de la experiencia. Fuimos en una “combi” hasta Ingeniero Juárez, el límite oeste de la “civilización” y de allí, nos distribuimos en camionetas rústicas, para transitar casi 100 km en plena selva, saltando nuestra humanidad en el plan del vehículo con cada pozo del camino, obviamente de tierra.

La incomodidad y cansancio del viaje, no nos impedían observar la primavera formoseña irrumpiendo por doquier: sobre el verde de la fronda selvática aparecían los colchones de flores rosadas de los lapachos, en distintas tonalidades. Por debajo innumerables flores silvestres entre las que predominabas las de cactus, caraguatás, cardos y otras de variados colores.

Las llamaradas de los pozos petroleros anunciaban que ya estábamos cerca del destino. Me abrumó un poco el contraste entre la abundancia que supone una estructura destinada a obtener el “oro negro” y lo yermo de la tierra, la desolación y el estado de necesidad que parecían tener los lugareños que por el camino fuimos encontrando.

Espantando estos pensamientos oscuros como el petróleo, apuraba al chofer. Quería que llegáramos antes de la salida de los chicos de las escuelas. Era jueves a la tarde y nosotros regresábamos lunes a la mañana, ya que, en el día del estudiante y la primavera, como se sabe, no hay clases, por lo tanto, era ese momento o nunca. Finalmente llegamos cerca de las 17 horas al caserío.

Ni bien bajamos, pregunté dónde estaba la escuela y, filmadora en mano, salí corriendo hasta el lugar. Llegué en el preciso momento en que pasaban al patio delantero los alumnos para ser despedidos hasta el lunes. En su gran mayoría, niños y niñas originarios/as. Rápidamente puse en acción la cámara. Captaba el canto a una bandera argentina, que bajaba lentamente.” Salve Argentina, bandera de mi patria cantaban fervorosos”.

La gran mayoría de los niños estaban descalzos, con sus pies morenos y grandotes. Principalmente las niñas, vestían de manera muy alegre, aunque pobre. Sus polleras y camisitas eran muy humildes, pero al igual que los morrales, tenían un colorido impactante. Todo hecho en el marco de la comunidad y utilizando esencias de vegetales de la zona para lograr esos colores. La cámara tomaba los pies, se desplazaba hacia los rostros chatos, con ojos profundamente negros, de pómulos salientes y narices “de boxeador”, las cabezas despeinadas de pelos “chuzos”.

Me preguntaba qué tipo de patria era esta para ellos, que los tenía tan abandonados. Un doliente olvido que llegaba incluso hasta el hecho de tener que honrar a una bandera a la que de gastada ya ni se le distinguía los colores.

Observaba, sobre el techo, una antena parabólica de televisión satelital. La maestra dice “hasta el lunes”. “Hasta el lunes señorita” se escucha ensordecedor y luego viene una corrida, tipo Pamplona, de los niños y niñas que se desparraman en distintas direcciones, riendo y cantando. Tap, tap, tap, tap, tap, es el ruido que hacen los pies descalzos corriendo por el piso de tierra. Quizás ese sea el sonido más genuino que escuché en el lugar. Los pies humanos en contacto con su madre, la pachamama. Todos desaparecen de mi vista. Comienzo a caminar hacia el lugar donde íbamos a alojarnos, miro todo alrededor. Se llenan mis ojos de imágenes a las que no estoy acostumbrado. Estoy sorprendido de todo.

Mientras camino, escucho a mis espaldas un tap, tap, tap, tap que se acerca corriendo. Cuando ya lo percibo muy cerca, giro sobre mí, al momento que detiene su marcha una niña originaria de unos 8 años. Ojos llenos de vida, muy negros. Nos miramos. Silencio. Ella tiene sus manos en la espalda. Más silencio. De pronto, extiende su mano y me ofrece una flor silvestre diciendo, “feliz primavera señor”. Antes que yo diga nada, desaparece velozmente. Nunca más la vi. Por mucho tiempo guardé la flor en un viejo libro, y en mi corazón, la imagen de esa personita tan tierna. Siempre recordé ese inicio de primavera y toda esa gente simple que cantaba a una patria esquiva para con su cultura y que les deparaba en los meses siguientes, todavía más olvido, más pobreza. Ellos me enseñaron que apenas con una flor silvestre se puede hacer feliz a una persona.