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Clementina Rosa Quenel, una voz imprescindible de Santiago del Estero

29-02-2020
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La narradora y poeta nació en 1901 en la provincia argentina de Santiago del Estero. Fue merecedora del Premio Nacional de Literatura. Este sábado, momarandu.com acerca uno de los textos de la novela premiada, El bosque tumbado, por escrito y en audio, leído por el periodista Facundo Sagardoy.

Clementina Rosa Quenel (Clementina Rosa Quainelle) nació en Santiago del Estero en 1901 y falleció en su ciudad natal en 1980.

Poeta y narradora, formó parte del grupo La Brasa donde se destacó por su inmenso talento para escribir. Entre otras obras, algunas de las cuales se encuentran inéditas, fue autora de La luna negra (cuentos, 1945) Elegías para tu nombre campesino (poesía, 1951), Poemas con árboles (1961), Los Ñaupas (relatos, 1967).

Su novela El bosque tumbado, mereció el Premio Nacional de Literatura y fue publicado de manera póstuma en el año 1981.

Clementina Rosa Quenel es una de las figuras emblemáticas de la Literatura de Santiago del estero.

                                         LEAMOS A CLEMENTINA



IX. LOS OJOS Y EL PELO DE GRINGA (de la novela premiada El bosque tumbado)
“Tenía el mirar suave, arrullante y el pelo en trazas griegas.”

-Fácil es tejer propósitos, pero los días enredan sus cosas- dijo Adrián más bien rabioso aquella mañana, al encontrarse con Silvestre, en las siembras.

Se refería a su inesperada resolución de partir. En realidad, él conocía las razones, pero agregó:

- Se le ocurre al diablo mi presencia en Tucumán por un asunto impostergable de La Molinera... - Era el nombre de un pequeño consorcio agrícola que don Camilo Pinto había creado y que él atendía actualmente.

Pero azuzando su contrición rabiosa, pensó que de nada le valía cancelar su presencia en Las Aromas, por cuanto durante los días últimos y cuando ya anunció el viaje, la Elvira se había valido de tales argumentos y sin medir posibles consecuencias, logró que los viejos accedieran en que se acompañara de Adrián y la tía Clara hasta Tucumán, a fin de que la examinara algún buen oculista, y terminara con aquellos mareos y dolores sobre los ojos. Ojos de gringa, cuyo secreto él tenía, entre ceja y ceja. Violentamente. Rabiosamente. De nada valió tampoco, que doña Benjacha la aconsejara: "Toditas las mañanas, agarrá un huevo recién hueviao y frótalo sobre el ojo. Hija, santo remedio. Yo me supe curar así hace años".

Tal vez traía Adrián sobre los párpados la falta de sueño y el color verdoso del fastidio, porque Máximo y Candencio, desde los surcos lo miraban curiosos. También aquella Elvira, ¡ligaba con su voluntad! Y en resumidas cuentas, todo el asunto le irritaba el hígado.

Silvestre sobre el surco, con las manos derramadoras le miró. Las zozobras del joven barbudo, se apagaron. Estaba hermosa, con los ojos encendidos y el pañuelo rojo en los cabellos. Esta visión habría de seguirle mucho tiempo, más adelante. En una ocurrencia rápida se quitó el calzado de goma. La hija de Ávila, le vio los pies grandes, morenos, aferrándose en la humedad. Serpenteó en ella, frente al hombre que se doblaba en su mismo trabajo, un largo placer.

Adrián se curvó sobre el vientre obscuro de los surcos, recién abiertos. Seguramente dialogaba un júbilo de naturaleza desnuda, de olor a tierra fresca.

Tres yuntas acezaban, descansando lejos. Lo barbechado alcanzaba a dos o tres cuadras.

Y el joven sintió dentro de sí algo que era fuerte como la proximidad de Silvestre Ávila. Algo que era la entrañada de tierra y le despejaba el alma en el deseo de encallecer las manos en la religión del arado y de desentumecer su voz en la cuenca de un libro confundido con la corteza áspera y parda de ese suelo que volvía a su hallazgo.

Alegre o confuso, buscó en Silvestre su mismo silencio. Y ella, que alzaba las flechas de la mañana sobre su pañuelo rojo, le sonrió dulcemente.

Era la hija de Ávila, en su turno de sembradora y prosapia de trabajo y universo. Era la hija de Ávila, engrandecida, sobre los surcos humeantes.
Obra vez, en contradicción, se sucedió en él la idea rabiosa de los sucesos en Las Aromas.

Amostazado, ya no encontró dicha sobre la siembra.

¿Fue tunante al dejarse llevar por aquella gracia rubia que le incitó el devaneo? Atolondradamente, contestaba a las preguntas de Silvestre. Oía el canto monótono de Máximo.

Mareos. Los ojos. En el fondo, ¿todo esto tenía sentido, un objeto? Tontería o inquietud, esto por dentro le punzaba. Le agredía.

Y volviéndose hacia la sembradora, le dijo en voz alta:

-Dentro de un mes volveré para comenzar a escribir mi libro.

O era verboso el tono o se clarificaba la voz en la mañana, porque los hombres alzaron la cabeza.

Después, el canto de Máximo continuó desgranando en la briza una gavilla sonora.

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Texto extraído del libro Narrativa Completa – Clementina Rosa Quenel – Editorial Eduvim – El bosque tumbado - pp.205/207