Corrientes, jueves 18 de abril de 2024

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Pilar Romano: aquellas historias que vuelven, que siempre estuvieron

12-10-2019
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En esta ocasión, momarandu.com acerca un cuento de la escritora correntina, Pilar Romano. Se trata de “Dorita y el rizo”, el cual, además, es leído por la escritora y estudiante de locución formoseña, Ornella Barraza.

En la última Feria del Libro de Caá Catí, Pilar presentó el libro “Santo Juan de los esteros”, este y otros libros de la escritora correntina se puede adquirir en Moglia (La Rioja 755 de la capital correntina).

Para contactar con la autora, pueden escribirle a su correo electrónico milaguna2000@yahoo.es o contactarse por Facebook, mensaje privado, Pilar Romano.

ACERCA DE PILAR ROMANO
Nació en la Ciudad de Corrientes, donde vive. Es profesora de inglés. Escribe desde la adolescencia. Comenzó a publicar a fines de la década de los ochenta y su escritura se orienta, fundamentalmente, hacia la narrativa

Es autora de las novelas “Inocencia plenaria” y “La tercera sombra”. Tiene publicados seis libros de cuentos: “Azahares y fantasmas”, “La plaza de los naranjos”, “Tiempo de lavar”, “Más acá del purgatorio” “Extraño barco de Papel” y “El desamparo bajo la cama”.

Muchos de sus trabajos narrativos y algunos textos poéticos aparecen también en antologías en soporte de papel: “Desde todo el silencio”, “Autores valencianos y correntinos”, “Relatos andantes”, “Penélope sale de Ítaca”, “Prostibularias”, “La mano en la palabra”. El cuento “La Kiki” fue traducido al sueco en el marco de un trabajo de investigación llevado a cabo en Paraguay con financiación de STINT (FUNDACION SUECA PARA LA COOPERACION INTERNACIONAL EN INVESTIGACIN Y EDUCACION SUPERIOR) y se le ha dado formato teatral para su representación en un ciclo llevado a cabo en Asunción del Paraguay en 2014. Ha recibido premios, menciones y distinciones en Argentina y Chile.

El prestigioso músico correntino radicado en Brasil Lucio Yanel musicalizó su poema “Romance de tabla y agua”, incluido en el álbum “Chamamé” del conjunto musical Yangos.

Ha sido jurado en numerosos concursos de narrativa y participado en congresos y encuentros literarios regionales, nacionales e internacionales, como los del Movimiento Internacional “Los puños de la paloma” que nuclea a escritoras de literatura solidaria de Argentina, Uruguay, Paraguay, Venezuela, México y España.

Ha ejercido la docencia a nivel secundario y funciones administrativas universitarias, municipales y provinciales; fue titular de la Subsecretaría de Cultura de la Provincia de Corrientes.

La Feria Provincial del Libro de 2018 le rindió homenaje, por lo que esa edición fue dedicada a ella.

LEAMOS A PILAR: DORITA Y EL RIZO



Oscurece y es domingo.

Dorita –próxima a los ochenta sigue “la niña Dorita” para muchos- siente que le llega con más intensidad esa rara inquietud que también suele rondarla durante los otros días de la semana, especialmente al atardecer. “Tengo que hacer algo con la reliquia”, se dice, mientras bebe una copita de licor de huevos sentada en la galería de la casona. Aunque haga mucho calor, a Dorita le encanta la sensación ardiente de casi treinta grados de alcohol alborotando su garganta; es uno de los pocos ardores con los que le ha sido dado estremecerse. Su familia nunca aceptó al viajante de comercio que fue su único pretendiente porque no acreditaba méritos acordes con el linaje familiar. Y se quedó soltera. Ya no recuerda si fue capricho o verdadero rechazo físico lo que hizo que nunca consintiera el noviazgo con el sobrino del cura del pueblo vecino, bizco y más bajo que ella; al fin y al cabo, la alcurnia del pobre muchacho se apoyaba solamente en el hecho de tener un tío cura.

El caso de los Calvo Heredia era distinto: el abuelo paterno Don Timoteo, había sido militar y el primer intendente del pueblo. Y su hijo –el padre de Dorita- casi diputado provincial si no hubiera sido por unos cuantos “poncho yeré”, así llaman en ese lugar, en guaraní, a quienes pueden dar vuelta fácilmente su lealtad, como se dan vuelta los ponchos.

La cronología familiar de los Calvo Heredia en cuanto a muertes hizo que la niña Dorita se quedara sola. Y a medida que fue perdiendo parientes fue ganando kilos. Sola. Sí, a Dorita le queda ya estrecho el sillón-hamaca en el que bebe su copa de licor. Antes, se ha puesto talco debajo de la papada, para impedir que se le humedezca con el sudor, pero no puede evitar que se le vuelva movediza cada vez que la inquieta el asunto de la reliquia.

Al abuelo Timoteo lo mataron en un atraco en las afuera del pueblo; nunca se supieron o nunca se dijeron las causas, y los asesinos –siempre se supuso que fue más de uno dada la bravura del finado- no pudieron ser apresados. Durante mucho tiempo se hicieron conjeturas, sobre todo por el aviso que decidieron dar los matadores, dejando un paquete en el zaguán de la casona, con un mechón del pelo rizado del muerto.

Ese rulo pasó a ser una reliquia familiar guardada siempre bajo llave en una vitrina de la sala, sobre una bandejita de plata cubierta con una campana de cristal. En otros estantes aún subsisten fotografías, ahora difusas, de los actos de inauguración de las muchas obras de Don Timoteo en el pueblo, y también su gorra militar.

A Dorita le preocupa solamente el rizo; había formado parte real del ser humano que fuera su abuelo y por alguna razón fue depositado frente a su casa luego de su muerte. Siente ella que no puede dejar librado al azar el destino de ese trozo casi vivo de la familia luego que ella se vaya de este mundo.

Desde que apareciera esta inquietud, Dorita ha pensado en un destino de museo; el problema es que el único museo de la región, pequeño y más bien de artesanías, pero museo al fin, está en el pueblo vecino y ella le tiene fastidio a ese pueblo. No está dispuesta a ir allí a hacer las gestiones del caso; no sabe si vive aún el bizco bajito a quien rechazara hace años. La biblioteca local no le parece un destino final adecuado; siente que el abuelo no lo aprobaría, porque fue fundada por quien le ganara la intendencia luego de haber estado él durante dos períodos consecutivos en el cargo.

“Tiene que ser iglesia del pueblo”, piensa Dorita. Don Timoteo no había sido precisamente un santo, pero hizo muchas obras por la comunidad y la manera en que murió lo hace casi mártir. El Padre Honorio no se negará, se dice. Hay muchos lugares en el templo en el que podrá guardarse el rulo, con bandejita y campana de cristal, como símbolo de la trascendencia de todos cuantos trabajan por el prójimo y del perdón que merecen las acciones non-sanctas que éstos hubieran realizado.
Pero el Padre Honorio se negó. Dorita había trasladado sus kilos hasta la parroquia para efectuar el pedido sin imaginar un rechazo. Por suerte no había llevado la reliquia, hubiera sido un bochorno insoportable volver por las calles del pueblo para colocarla de nuevo en la vitrina de la sala familiar y seguir mirándola como si nada hubiera ocurrido.

La nieta del ilustre vecino no puede comprender la actitud del Padre Honorio y condena su negativa ante los vecinos, el panadero, el muchacho que viene a cuidar el jardín, la modista que le trae un vestido fresquito para el verano, ante todos con quienes puede hablar. “Dios lo va a castigar” dice siempre al final de cada relato. Y redobla sus visitas a la tumba del abuelo que guarda los pocos huesos que pudieron encontrar -siempre acompañada por alguna vecina- para pedirle perdón al muerto por la afrenta a su memoria.

La verdad es que el rulo siempre ha impresionado extrañamente a los habitantes del pueblo, por todo lo que se habla de Don Timoteo -verdades y mentiras- y por la circunstancia que provocó su acceso a la vitrina familiar: una mutilación después de un crimen nunca esclarecido.
Este disgusto con el Padre Honorio, los trajines, las idas y venidas, han afectado la salud de Dorita. Se siente realmente mal. “Debo resolver sin demora el tema de la reliquia” piensa con preocupación. Y opta por la biblioteca del pueblo, agregando un donativo importante para propiciar el visto bueno de las autoridades Esta vez su propuesta es aceptada. Sin ceremonia alguna la bandejita cubierta queda depositada en la sala de la biblioteca, sobre un mueble antiguo, debajo de varios cuadros de próceres. No creen necesaria una placa, todo el pueblo sabe que es el rulo de Don Timoteo Calvo Heredia.

La mañana siguiente trae al pueblo una tormenta inesperada, amenazadora, con truenos, lluvia y viento, fuerte viento, como si desde arriba le estuvieran reprochando algo a ese sitio. A la media hora se derrumba parte del edificio de la iglesia, justo el cuarto que sirve de habitación al Padre Honorio, quien por suerte ha decidido cortarse el pelo y el momento del derrumbe lo encuentra sentado en el sillón de Don Panta, detrás del negocio de mercería.

Pasan tres días y sigue lloviendo. Ya se han inundado varias calles y la plaza frente a la iglesia está intransitable, es casi un lago oscuro, por el que parece navegar la barca de Caronte.

La gente empieza a asociar este desastre con una venganza del espíritu de Don Timoteo, deseoso de que su mechón rizado descansara en la iglesia. Y algunos van hasta la biblioteca para pedirle, frente al rulo, que sea misericordioso con el pueblo al que dicen dedicara sus afanes.

La tormenta ha cesado y Dorita debería haber dormido tranquila, pero no ha sido así. La “niña” pasa la mañana inquieta. Hoy no tomaré el licor de huevo, se promete, quizá para que su cuerpo se calme ante la promesa de una conducta frugal. Antes del mediodía llega la modista para la prueba del nuevo vestido de tela liviana. Luego de dar una vuelta y decir “creo que me queda muy bien”, Dorita se desploma. El médico llega enseguida, pero no hay nada que hacer. Ha partido definitivamente. Se ha ido tranquila, piensan todos, habiendo cumplido su esencial deseo de no dejar abandonada la reliquia.

El rulo ha pasado a formar parte del santoral profano del pueblo. La biblioteca ha creído necesario extender su horario vespertino, porque algunos acuden con la carga de sus tribulaciones cuando ya las sombras disimulan su tránsito hacia allí, para pedir ante el rizo que el alma de Don Timoteo interceda por una solución, como lo había hecho cuando el temporal.

La bibliotecaria, que ha aprendido a clasificar a los “fieles” en agradecidos y reclamantes, cuenta que, hasta Don Panta, el peluquero, ha empezado a ir a la biblioteca en las tardes, cuando ya casi están por cerrar. Y el último día lo vio recostado en el árbol de la vereda de enfrente, con la valijita que suele usar cuando hace un servicio a domicilio. No sabe a ciencia cierta si entró, si fue a reclamar algo o a agradecer, pero lo que sí es cierto es que esa tarde el mechón de Don Timoteo desapareció. Para espanto de la bibliotecaria, desapareció. Quedó la bandeja deshabitada, como la cama del peluquero luego de que Gladys, su mujer, desapareciera el último fin de semana, dicen que siguiendo al viajante de artículos de mercería.

Otra vez cae un nuevo ventarrón sobre el pueblo, raro, fuerte, seco, sin lluvia, y ese aire se lleva, quién sabe hacia dónde, el mechón de pelo de Don Timoteo, que alguien arrebató de su sitial en la biblioteca - dicen que fue un hombre- para dejarlo abandonado sobre la tumba de los pocos huesos, junto a las placas, destrozado a tijeretazos, quizá como represalia por no haberle servido de intercesor eficaz en el abandono de Gladys.

Don Panta, solo en su mercería y peluquería, prefiere no hablar del tema.

Es posible que ni siquiera la niña Dorita, en el más allá, haya podido averiguar adónde fue a parar la reliquia.