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Juanchi Vallejos: una historia de lealtad y traición entre tantas lecturas salvajes

20-07-2019
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Momarandu.com acerca un cuento del escritor correntino Juanchi Vallejos: “Martina Chapenay. La última montonera federal”, perteneciente a su último libro “Lecturas salvajes”. Le pone voz a este texto, otra escritora, la formoseña Ornella Barraza, a fin de que la literatura regional tenga el mayor alcance posible

Para contactarse con el escritor, escribir al correo electrónico: juanchivallejos254@gmail.com. Recuerden que, desde momarandu.com, fomentamos el intercambio directo entre autores y escritores: es siempre bueno tener cerca a quienes leemos, poder intercambiar con ellos.



ACERCA DEL AUTOR
El autor, nacido en Mercedes, es médico especialista en obstetricia y ginecología. Se desempeñó como tal en el Sanatorio y Maternidad Mercedes, y el Hospital Las Mercedes. De 2003 al 2005 provincial de Programa Materno Infantil (PROMIN). En 2006/2009 se desempeñó como coordinador provincial del Seguro Materno Infantil (Plan Nacer).

Vallejos integró en Mercedes el Círculo de Lectores en la Biblioteca Belgrano. Entre los años 2002 y 2004 participó del taller literario “Miércoles sin prólogo”, donde comenzó a explorar la escritura creativa. Presentó, junto a sus compañeros de taller, la obra “Frágil” a fines del 2004 y en el año 2009 editó su primer libro al que tituló “El guardián”. En 2012 publica “Macedonio, un escritor ausente”; en 2013 publicó “La imaginaria historia de un lector” y en 2016, “Gauchito Gil, heroico siervo de Dios”. Este año publicó el libro “Lecturas salvajes”, del cual presentamos a nuestros/as lectores, el cuento “Martina Chapenay. La última montonera federal”.

LEAMOS A JUACHI: “MARTINA CHAPENAY. LA ÚLTIMA MONTONERA FEDERAL”
Los textos escolares no registran su nombre, tuvimos que recurrir a la rica tradición oral de nuestra Historia Política para saber quién fue Martina Chapenay.

Aquella mujer nacida hacia el 1800, en un poblado de San Juan llamado Guanacache, se cree fue hija de un cacique huarpe.
Es probable que de muy niña se haya dado cuenta, su vida no sería nada fácil.

A los doce años, al fallecer su mamá, su padre la habría enviado a educarse a la ciudad de San Juan.

Quizás, su destino indómito hizo que viera a la ciudad como una cárcel y a la implacable disciplina de su tutora Clara Sánchez, como a un régimen de opresión para su espíritu libre.

Montar a caballo, pelear y esa natural habilidad para el uso de las armas, hicieron que dejara a un lado los libros y no tardara en escapar de San Juan para refugiarse en el monte junto a un joven soldado de Facundo Quiroga.

Imaginamos a Martina de piel cobriza, ojos negros, pelo lacio.

Delgada, fibrosa, fuerte y ágil. De una belleza arisca.

Sus ojos vivaces y sus pestañas oscuras reafirmaban, casi con seguridad, su fiereza.

Dicen que solía llevar un rebenque en su mano derecha y un facón en su espalda. Los relatos más fidedignos nos indican que pertenecía al cuerpo de caballería, el arma más eficaz de las montoneras federales.

Cuenta una leyenda que, una vez, Martina se enamoró perdidamente de un joven soldado de Quiroga de apellido Cruz, con el que compartió vida afectiva y campos de batalla, hasta el combate de “Ciudadela” en Tucumán, donde él perdió la vida.

A Martina, se la conocía en los valles y llanos como “la montonera federal”. Ella hacía honor a su apodo, montada en su caballo con poncho colorado, sembrando terror a ricos y unitarios.

Es probable que las palabras Dios, Patria o Federalismo no las haya alcanzado a comprender. Su vida estaba signada por la acción.

Cuando cayeron los federales, luego del combate de Caseros, y sobre todo después de la caída de la Confederación ante las tropas de Mitre en la escandalosa batalla de Pavón. Las cosas empezaron a complicarse.

La llegada del Ejército Nacional a Cuyo, a las órdenes de Sarmiento acompañado por los generales orientales Sandes, Paunero, Arredondo e Irazábal entre otros, empujó a los federales a refugiarse en las montañas.

Ni bien Martina se enteró que el Chacho Peñaloza estaba organizando a sus combatientes, no dudó en unírsele. Como quien respondiera a un llamado natural que le venía desde sus adentros, desde el coraje, desde la sangre.

Pero a comienzos del año 1863 las cosas habían cambiado.

El Chacho, como un errante, recorría cada rincón de los montes riojanos, perdido, sin esperanzas, comprendió que no tenía más salida que firmar la paz.

Las tropas nacionales que Mitre envió para someter a los caudillos federales le pisaban sus talones.

A la cabeza, iba el coronel Irazábal, el chacal, quien junto al oficial Venancio Flores mandó a ejecutar a más de 400 prisioneros en la “Cañada de Gómez”.

El caudillo riojano llegó al pequeño pueblo de Olta y se dirigió a la casa de su amigo Felipe Oros.

Tenía setenta años, estaban con él, su mujer y un ahijado.

El comandante Vera, integrante de las tropas nacionales, llegó a la casa de los Oros y pidió parlamentar con Peñaloza.

El Chacho que ya había firmado una tregua, entregó su puñal, estaba intercambiando pareceres con su adversario cuando un alboroto en la entrada de la finca llamó la atención de todos.

Enceguecido Irazábal, entró gritando: “¿Quién es el bandido del Chacho”?, pregunta que el caudillo, digno, respondió “Yo soy el general Peñaloza, pero no soy ningún bandido”.

Sin pérdida de tiempo, el coronel unitario tomó una lanza y la clavó en el abdomen del caudillo federal. Después ordenó: ¡Acribíllenlos!

Como era costumbre, el feroz militar mandó cortar la cabeza del Chacho y colocarla en una pica en la plaza mayor en Olta, para que todos los gauchos retobados supieran que les esperaba si seguían la huella de su jefe.

Martina había quedado completamente sola, desamparada. Asesinado el Chacho juró vengarlo.

Acorralada en las montañas, con apenas cincuenta montoneros, decidió negociar con el nuevo poder que surgía de Buenos Aires. A cambio de la paz, logró un indulto y el grado de sargento mayor del Ejército Nacional. Pero por sobre todo, pensó que los vientos políticos iban a cambiar pronto.

Pero, éstos, como sabemos no cambiaron. Y Martina tuvo que, por lo que se supo, ganarse la vida como rastreadora y baqueana.

Pasado un tiempo, una noche en la ciudad de San Juan, en un baile ofrecido a la soldadesca.

Martina se encontraba tomando y bailando, cuando de pronto, lo vio. Allí estaba, con su pelo encrespado y su sonrisa de hiena. Era Pablo Irazábal, el asesino de Peñaloza.

Martina, no dudó, le envió sus padrinos para desafiarlo a duelo. Quería vengar el asesinato de su jefe.

El coronel apenas miró a los enviados y dijo: “Díganle a “esa” que Irazábal no se bate a duelo con ladrones”. Irazábal, no podía dar crédito a lo que estaba pasando, no fue el miedo, palabra desconocida por él, lo que se apoderó de su cuerpo, sino el escarnio, la vergüenza de tener que enfrentarse, de tener que rebajarse ante una mujer, una india, una desconocida, es decir a nadie. Tan luego él, guerrero despiadado, era una situación insoportable.

La mujer, ya entrada en años, se abrió paso entre la gente, se hizo un silencio duro.

Martina le gritó:” ¡Asesino!”

Los duelistas finalmente acordaron que el desafío iba ser a sables y a muerte.

Irazábal, quizá soñó con Peñaloza, esa noche antes del duelo. O quizá, presintió su fantasma entre las penumbras de la habitación.

Tal vez, intuyó que iba a ser su última mañana.

Lo cierto es que a la hora señalada, cuando el brutal general Arredondo dio la señal para iniciar el lance, Martina miró implacable a su enemigo y le gritó: “Defendete, hijo de puta, porque te voy a matar, y te voy a matar como matan los hombres, no como vos mataste al Chacho”.

Ante las primeras estocadas de Martina, Irazábal se enfureció, y logró herir a Martina en sus brazos. Ella al ver correr la sangre, peleó con más coraje que nunca. Como si fuera una fiera acorralada, de un sablazo hundió su arma profundamente en el flanco derecho de Irazábal, éste, soltó el sable, y echó su cuerpo hacia atrás, agonizando unos instantes, hasta quedar cubierto por la muerte.

Martina Chapenay se alejó despacio del lugar, montó a su caballo y desde ese día no se tuvo otro dato sobre su vida.

En Guanacache, decían los antiguos, que en noches de luna clara cuando el zonda hacía silencio, se escuchaba nítido un galope hacia el monte, el galope de la última montonera federal.